El otro día vi la tele. Raro. Sí,
pese a que la oferta televisiva es muy amplia (muy amplia, por
canales, por contenido de los mismos, por variedad), no hay un perfil
televisivo que me atraiga como tal. Pero poco más tenía que hacer,
y por una cosa o por otra, acabé en el sofá con la caja tonta
encendida. He de decir en mi defensa que me duró poco; fue un cruce
de cables.
Pero no me arrepentí del todo, también
lo tengo que decir. Fue un rato divertido a la par que
desconcertante. Y es que la tele ha cambiado muchísimo. Tampoco
puedo hacer un espectro todo lo amplio que me gustaría sobre la vida
televisiva en general, pero desde que despertó en mí la capacidad
crítica hasta hoy, el televidente se ha hecho con el control
absoluto de la televisión, y no al revés. Durante el auge de la
televisión en España, empezó a verse la televisión que convenía al régimen (algún vago contenido, véase el NO-DO, los
discursos de Franco o música ligera; mucha música ligera), vía el Ente Público, actualmente RTVE. Ahí, la propia televisión tampoco
decidía qué quería que se viera (algo que se democratizó a partir
de los 70, pero sobre todo de los 80), ya que es lógico que hasta
entonces la televisión estuviera atada de pies y manos. De ahí se pasó, de golpe, a la democracia, a la libertad de
expresión, de prensa y de publicación, pero no fue tan así. La democracia, en televisión, destrozó la propia televisión mediante la audiencia. La audiencia es ese concepto
abstracto que representa al público pero que luego no representa a
nadie. Un programa hace casi un 20% de cuota de pantalla (o share,
que queda mucho más bonito) en la guerra del prime time,
pero al día siguiente no se oye a nadie en los bares diciendo que lo
ha visto. La televisión se está autodestruyendo por el hecho de
seguir los dictados de las audiencias, que se traducen en dinero. Ya
tardaba en salir el dinero de por medio.
De lo que tengo ganas de hablar es de
la televisión de ahora, de hace unos días en concreto. Y de la
publicidad. ¡Publicidad, ramera despiadada! Ha
cambiado todavía más la publicidad que la propia televisión. El
marco ha cambiado, pero el lienzo de este cuadro mediático ha
variado su forma, su color, su estructura y su intención. Dicen que
Internet se ha cargado la tele. Me parece una afirmación un tanto
equivocada: la tele se ha autodestruido, y un transeúnte llamado
Internet ha ocupado ese hueco que ha ido dejando la televisión, algo
de lo que debería estar tremendamente arrepentida. La televisión es poder, tanto de amaestrar a las masas como de atontarlas. Y la publicidad tiene, por supuesto, su papel dentro del show televisivo. Pero la publicidad ahora no es, ni mucho menos, igual que hace diez años. Cuando vi a Antonio Banderas discutir en un spot con un donut's parlante anunciando chicles, me di cuenta de hasta dónde llega el declive televisivo y de que, como decía mi abuela, "por dinero, baila el perro". La publicidad sigue siendo ese ente absurdo que pasó de anunciar un producto como el mejor del mercado a ser una forma de expresión artística, tanto fílmica como gráfica o sonora. ¿Cómo se puede intentar vender un coche con un niño disfrazado de Darth Vader? Pues sí, se puede, se hizo e incluso se premió. Con un buen spot y el precio del producto, se vende más que comparando con la competencia. Así es la publicidad y así la estoy contando. Se anuncia un refresco carbonatado vendiendo, simplemente, felicidad. Pero hoy no es día de hablar de anuncios. Hoy es día de introducir de sutil forma mi forma de ver la tele, y creo que he acabado hablando de todo menos de lo que vi y de cómo lo vi. Bueno, no es tan cierto esto último: vi a Banderas discutir con un donut's. Tuve suficiente. Otro día, contaré otra cosa. Así se llama el blog, ¿no?
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