No entiendo las comuniones. Según
la Iglesia (en mayúscula) y según la tradición cristiana, el sacramento de la eucaristía se practica por
primera vez con los niños bautizados de mínimo ocho años, ¿no? O algo así, creo
que dice la Biblia. Contextualizándolo todo, hasta aquí lo entiendo: en la
religión cristiana (católica, en este caso, o en mi caso, mejor dicho) llega un
momento en el que a los críos se les da una representación del cuerpo de
Jesucristo que… Que… ¿Qué? Pues eso, simplemente se les da pan ácimo porque
Cristo pidió en su última cena que ésta se hiciera en conmemoración suya por
los siglos de los siglos. Vale, lo acepto, como tradición, es decir, desde un
punto de vista costumbrista y/o cultural, bien. Pero más que eso, quiero decir,
todo el revuelo que se forma en mayo actualmente debido a esto, pues me parece
realmente exagerado. Y hablo desde la hipocresía —o no desde la hipocresía, porque tampoco es
que el festejo de mi primera comunión hubiera dependido de mí y de mi bolsillo;
digamos que desde la participación indirecta, sí—, porque mis padres invirtieron
mucho dinero en mi primera comunión, junto con las “donaciones voluntarias” del
resto de mis familiares. Yo sí, estaba contento en mi comunión, por supuesto.
Estaban haciendo una fiesta con toda mi familia en mi honor; a cualquier niño
le hubiera entusiasmado la idea. Pero ahora, tantos años después y tantas
comuniones ajenas después, lo veo desmedido como ritual religioso por varias
razones. La primera, y para mí la más importante, los vestidos de las madres.
Esa es la competición clandestina más dura que existe sin duda, a nivel interno
(con el resto de invitados) y externo (con las madres de los otros
comulgantes). Luego, por supuesto, los vestidos de las niñas, que ceden su
protagonismo a los de las madres. Más que por nada, las niñas ven este día como
“el día en el que me convierto en una princesa”, y eso les encanta. Las madres
desembolsan miles de euros en ese traje para llevarlo una puñetera vez, y no
todo el día, porque encima les comprarán un segundo modelito de sport para que se cambien después de
las fotos. ¡Las fotos, otra competición encubierta! Los álbumes que van y
vienen, la gente pidiendo fotos del niño o de la niña para tenerlas, como se ha
hecho en España durante toda la vida, al lado de las de sus primos en el
comedor, sobre todo en las casas de las abuelas y tías abuelas. Aunque bueno,
en este contexto social quizá esta sea la parte más comprensible del negocio: una
fecha señalada (como una boda, aunque las bodas puede que las entienda más que
las comuniones, o menos) en la cual se sacan fotos de un familiar y se
reparten. Aceptamos barco. Pero lo que viene tras la comunión, tras el acto de
comulgar, tras esa misa, eso sí que es apoteósico: el banquete. El banquete
millonario en el restaurante o salón de celebraciones más rococó que pueda
haber (rococó implica caro). Hay salones, complejos, resorts dedicados a las bodas, bautizos y comuniones (y para los inmorales, ¡divorcios y
funerales!). A mí me parece fascinante, la verdad. Fascinante para mal, el hecho
de que el caché social se mida según dónde has celebrado tu comunión, qué
vestido llevaba tu madre y cuántos invitados llevaste al convite. Recuerdo que
de pequeño escuché a mi abuela decirle a mi madre que Fulanito, chiquillo
conflictivo y de familia muy humilde, había celebrado su comunión comiendo una
paella en un bar con sus padres, sus tíos y sus primos, que pobrecitos. Nunca
entenderé esa forma de complicarse la vida y la cuenta bancaria si no es por convención
social o una excusa para reunir a la familia y comer todos juntos (oh, qué
enternecedor, qué lástima que nadie lo haga por esto). Y es que los demás críos mirarán diferente al mío si no ha hecho la
primera comunión.
Yo creo que no caemos en la
cuenta porque estamos dentro de nuestra humanidad, o de la sociedad humana.
Pero si lo viésemos desde fuera, creo que a todos se nos caerían las pelotas al
suelo. Intentaré poner un ejemplo. Cuando ponemos un documental sobre una tribu
amazónica ajena a la tecnología y al resto de la sociedad, sus costumbres nos
parecen extrañas, repulsivas, antihumanas incluso. ¿Cómo pueden comerse eso? ¿Y eso que llevan en la cara? ¡Hala, mira
dónde viven! Me encantaría que en una edición de este programa en el que
primero llevan a una familia de españoles a un poblado indígena y luego traen a
los indígenas a nuestra sociedad —que por cierto, como experimento sociológico
me parece fascinante, muchísimo más que el que se supone que es Gran hermano; mirad lo que puede
conseguir la tele— llevaran a los indígenas de comuniones y les intentaran
explicar por qué se hace eso. A ver qué cara ponen.