domingo, 19 de mayo de 2013

No entiendo las comuniones, de verdad


No entiendo las comuniones. Según la Iglesia (en mayúscula) y según la tradición cristiana, el  sacramento de la eucaristía se practica por primera vez con los niños bautizados de mínimo ocho años, ¿no? O algo así, creo que dice la Biblia. Contextualizándolo todo, hasta aquí lo entiendo: en la religión cristiana (católica, en este caso, o en mi caso, mejor dicho) llega un momento en el que a los críos se les da una representación del cuerpo de Jesucristo que… Que… ¿Qué? Pues eso, simplemente se les da pan ácimo porque Cristo pidió en su última cena que ésta se hiciera en conmemoración suya por los siglos de los siglos. Vale, lo acepto, como tradición, es decir, desde un punto de vista costumbrista y/o cultural, bien. Pero más que eso, quiero decir, todo el revuelo que se forma en mayo actualmente debido a esto, pues me parece realmente exagerado. Y hablo desde la hipocresía  —o no desde la hipocresía, porque tampoco es que el festejo de mi primera comunión hubiera dependido de mí y de mi bolsillo; digamos que desde la participación indirecta, sí—, porque mis padres invirtieron mucho dinero en mi primera comunión, junto con las “donaciones voluntarias” del resto de mis familiares. Yo sí, estaba contento en mi comunión, por supuesto. Estaban haciendo una fiesta con toda mi familia en mi honor; a cualquier niño le hubiera entusiasmado la idea. Pero ahora, tantos años después y tantas comuniones ajenas después, lo veo desmedido como ritual religioso por varias razones. La primera, y para mí la más importante, los vestidos de las madres. Esa es la competición clandestina más dura que existe sin duda, a nivel interno (con el resto de invitados) y externo (con las madres de los otros comulgantes). Luego, por supuesto, los vestidos de las niñas, que ceden su protagonismo a los de las madres. Más que por nada, las niñas ven este día como “el día en el que me convierto en una princesa”, y eso les encanta. Las madres desembolsan miles de euros en ese traje para llevarlo una puñetera vez, y no todo el día, porque encima les comprarán un segundo modelito de sport para que se cambien después de las fotos. ¡Las fotos, otra competición encubierta! Los álbumes que van y vienen, la gente pidiendo fotos del niño o de la niña para tenerlas, como se ha hecho en España durante toda la vida, al lado de las de sus primos en el comedor, sobre todo en las casas de las abuelas y tías abuelas. Aunque bueno, en este contexto social quizá esta sea la parte más comprensible del negocio: una fecha señalada (como una boda, aunque las bodas puede que las entienda más que las comuniones, o menos) en la cual se sacan fotos de un familiar y se reparten. Aceptamos barco. Pero lo que viene tras la comunión, tras el acto de comulgar, tras esa misa, eso sí que es apoteósico: el banquete. El banquete millonario en el restaurante o salón de celebraciones más rococó que pueda haber (rococó implica caro). Hay salones, complejos, resorts dedicados a las bodas, bautizos y comuniones (y para los inmorales, ¡divorcios y funerales!). A mí me parece fascinante, la verdad. Fascinante para mal, el hecho de que el caché social se mida según dónde has celebrado tu comunión, qué vestido llevaba tu madre y cuántos invitados llevaste al convite. Recuerdo que de pequeño escuché a mi abuela decirle a mi madre que Fulanito, chiquillo conflictivo y de familia muy humilde, había celebrado su comunión comiendo una paella en un bar con sus padres, sus tíos y sus primos, que pobrecitos. Nunca entenderé esa forma de complicarse la vida y la cuenta bancaria si no es por convención social o una excusa para reunir a la familia y comer todos juntos (oh, qué enternecedor, qué lástima que nadie lo haga por esto). Y es que los demás críos mirarán diferente al mío si no ha hecho la primera comunión.

Yo creo que no caemos en la cuenta porque estamos dentro de nuestra humanidad, o de la sociedad humana. Pero si lo viésemos desde fuera, creo que a todos se nos caerían las pelotas al suelo. Intentaré poner un ejemplo. Cuando ponemos un documental sobre una tribu amazónica ajena a la tecnología y al resto de la sociedad, sus costumbres nos parecen extrañas, repulsivas, antihumanas incluso. ¿Cómo pueden comerse eso? ¿Y eso que llevan en la cara? ¡Hala, mira dónde viven! Me encantaría que en una edición de este programa en el que primero llevan a una familia de españoles a un poblado indígena y luego traen a los indígenas a nuestra sociedad —que por cierto, como experimento sociológico me parece fascinante, muchísimo más que el que se supone que es Gran hermano; mirad lo que puede conseguir la tele— llevaran a los indígenas de comuniones y les intentaran explicar por qué se hace eso. A ver qué cara ponen.